Faltaban quince minutos para las cuatro de la tarde. El taxi me salió caro porque no tenía tiempo de regatear. Buenas, ¿Cuánto me cobra hasta la altura de la cuadra 10 de la Avenida del Ejército? Uy, bien lejos. Serán 15 soles. ¿Catorce le va bien? Ya, suba no más. Cuando llegamos, pedí al taxista que por favor me esperara un momento en la entrada del edificio por si no estaba en casa la persona a la que iba a visitar. Era lo que decían que las chicas debíamos hacer cuando el barrio era desconocido ya que al menos así, si el taxi se quedaba en la puerta, una podía huir con más rapidez ante cualquier ataque inesperado de ladrones, pirañas o quién sabe qué. Acá la espero, vaya tranquila, me dijo. Bajé del carro y al salir volví a mirar el asiento trasero desde la ventana, por si hubiera olvidado algo. En la recepción del edificio, un hombre de piel ceniza vestía un uniforme azul. Me indicó que el doctor Alegría estaba en su despacho mostrando al hablar una dentadura bastante incompleta. Puede subir, acabo de avisarle al señor. Hice un gesto al taxista con la mano. Arrancó el motor y se fue. Ya no había vuelta atrás. Había que hacerlo y ahora. En el descansillo del tercer piso me crucé con una mujer rubia. Me saludó tímidamente, en un intento de ocultar la rojez de sus ojos. Acababa de salir del apartamento del fondo. Caminé hasta él con la seguridad de que ese era el despacho. Llamé al timbre e inmediatamente acerqué mi cara a la puerta para escuchar qué pasaba dentro. Estaba aterrorizada cuando de pronto un Alejandro Alegría calvo y rechoncho abrió la puerta de golpe. Sorprendida, le alcancé la derecha a modo de saludo y me invitó a entrar. No me quería sentar así que empecé a dar vueltas por el lugar. El departamento era nuevo. El doctor, en su insano juicio, había decidido que la mezcla del rojo y el negro eran la mejor opción para la decoración. Me disgustó esa burda simplicidad y el visible exceso de orden y limpieza. Luego pensé que era un buen detalle el cuadro enorme en blanco y negro que llenaba la pared del recibidor. Creo que era un saxofonista−. Está bueno el cuadro. −Gracias. Me mudé hace poco a este piso, antes trabajaba en La Aurora, en la casa familiar. −Yo nací en La Aurora. Vargas Machuca la calle. −Siéntate, estoy pasando café. ¿Sí tomas café?, ¿no? −Descafeinado mejor. −¿A qué le tienes miedo? Mi café no mata− Alejandro se alejó sonriente hacia la cocina. Usaba una camisa azul y una bufanda que le daba un aire europeo algo ridículo− Cuando regresó, puso las tazas sobre un mantel de tela y preguntó de qué sonreía, le dije que la chalina, muy señorial. −Cuéntame a qué le tienes miedo. −A nada. −Veo que esto se va a alargar. Voy a coger unas servilletas. Ponte cómoda, puedes dejar tus cosas por ahí, el abrigo y demás. Me descolgué el bolso del hombro y lo lancé hasta el otro sillón grande. Me senté cerca al asiento individual de cuero donde sabía que iría él. Mientras se acercaba al salón desde la cocina que estaba justo al lado, logré ver por la ventana el cielo gris de la ciudad. Al frente, varios edificios igual de nuevos que el suyo, asomaban llenos de historias indecibles de reciente creación. −Gracias. ¿Es descafeinado? −Sí. Ahora responde a mi pregunta, por favor. −Tu pregunta no ha sido demasiado específica. −Es una pregunta abierta, puedes contestar lo que sea que pase por tu cabeza. Mi deber es preguntar, por algún lado hay que empezar. −Tu deber es preguntar correctamente. –Añadí un par de cucharadas de azúcar al café y le di un primer sorbo. −El azúcar también puede alterarte. Aunque lo tomes descafeinado−. Bien –se colocó un cojín en la espalda− déjame explicarte cómo funciona esto. –Tomaba el café a sorbos largos, sin dejar de examinarme. De una ruma de libretitas de 10 por 15, buscó una de color rojo y le puso mi nombre en la portada. −¿Por qué mi libreta es roja? −Las azules son las de las personas que debo derivar a psiquiatría. −¿Y ya sabes que no me vas a tener que derivar? −No. No lo sé todavía. Si tengo que hacerlo, transcribiré todo, no te preocupes, tengo tiempo de sobra. −Pero yo me daré cuenta cuando cambies de libreta y me perderé del encanto de saber por sorpresa que estoy hecha mierda. −¿Me dejas explicarte cómo funcionan las sesiones? −Sí. ¿Pero por qué son todas rojas o azules? −Las compré al por mayor en el centro, no tiene importancia. La idea es que tú no hables demasiado y en cambio, me escuches. Cada día trataremos un tema específico en relación a tu problema. No te asustes si escribo… −Sí, ya sé que tienes que escribir lo que diga. −Sólo lo importante. −Si no escribes nada, sentiré que estoy hablando estupideces todo el tiempo. −Fingiré que escribo si eso te hace sentir mejor. En el segundo cajón de ese aparador hay cosas para ti. Abrélo. –Me levanté del sillón y caminé hacia el aparador. −¿Acá? −No, el de al lado. −El cajón estaba lleno de dulces, galletas y chocolates de todas las marcas y sabores−. Puedes coger lo que quieras cada vez que vengas. Si algo de lo que hablamos te hace sentir mal, puedes coger más. −¿Como un premio? Gracias. Me encantan estas cochinadas. – Me llevé una bolsa de galletas “Margaritas” a mi sitio. −Ahora dame algo para escribir. Te doy la oportunidad de decidir qué es lo primero que dirá tu libreta. –Abrí las galletas lentamente. −Bueno, siento cosas. −Bien. −No, por favor no te rías de mí. −Sigue –su risa burlona se apagó en un nuevo sorbo de café. −Siento cosas que otra gente no siente. −Dame un ejemplo. −Cosas físicas. −Un ejemplo, por favor. −No has escrito nada aún. −No has dicho nada importante todavía. −Bueno, te doy un ejemplo. Siento mi sangre correr. ¿Tú sientes eso? −No. Pero te aseguro que más gente siente lo mismo que tú. ¿Y qué piensas cuando lo sientes? −Sólo ha sido un ejemplo. −Si por ejemplo, sientes que la sangre recorre tu cabeza, ¿qué piensas? −Que voy a morir. −Pero estás viva. −Eso creo. −Has sentido esto muchas veces y muchas veces has pensado al sentirlas, que vas a morir. De manera inminente, ¿no? −Sí. −Y no has muerto. −Correcto –mastiqué un trozo de galleta y seguí− ¿Sugieres que soy estúpida por pensarlo? −Sugiero que no tienes miedo a morir sino a vivir, pero ya llegaremos a ese punto algún día. Toqué disimuladamente mi cuello. −¿Qué pasa? −No, es que me altera el café. −Es descafeinado. −Mientes. Sabía que ibas a darme cafeína. Debí confiar en mi instinto y no tomarlo. −¿Qué sientes ahora? −Me están haciendo pruebas al corazón. Sólo me agito un poco a veces, luego se me pasa. −Bien. Propongo que te hagas todas las pruebas que creas necesarias y luego me traigas los informes. Si estás sana, podremos avanzar más rápido. −Lo sabré la próxima semana. −¿Te has hecho muchas? −¿Muchas qué? −Pruebas. −Ah, sí. Sobre todo del cerebro y el corazón. Son los que más me preocupan. –Vi que por fin escribió algo en la libreta. Luego la dejó junto con el lapicero en la mesa de centro, sobre la pila de apuntes de sus demás pacientes−. Déjame hablarte sobre lo fácil que es adivinar a Dios. −Te escucho. −En la vida, todo funciona por tendencias y probabilidades. Cuanto más posible sea algo, es más fácil que pase, ¿correcto? −Obvio. −Si quieres que algo suceda, sólo debes aumentar las probabilidades. Si temes que algo pase, sólo debes obtener información para saber qué probabilidades hay de que realmente pase. ¿Me sigues? −También hay excepciones. La vida está llena de excepciones. −Olvídalas, sácalas de tu vida. Mi primer consejo es que empieces a adivinar a Dios. −Ni siquiera soy creyente. −No necesito que creas, sólo escucha. –Se acomodó en la silla y suspiró largamente, como preparándose para decir algo importante que ya había dicho cientos de veces. −¿Has venido en coche? −En taxi. −Pero sabes conducir, ¿no? −Sí. Pero lo hago muy mal. No creo que este sea un buen ejemp… −Cuando aprendes a manejar; al principio, me refiero, sientes miedo y necesidad de estar atento a demasiados factores: la velocidad, la seguridad, la posibilidad de chocar y hacer daño a alguien, hacerte daño a ti mismo, romper la carrocería, saltarte un stop, recibir una multa, tener que coimear al policía y no saber cómo hacerlo. Debes mirar muchas veces por el retrovisor, debes revisar las rutas antes de salir, debes cuidar que la máquina esté en buenas condiciones, debes usar el calzado correcto, debes escuchar los consejos de los que ya han aprendido a hacerlo. En el proceso, también debes aprender a aceptar que los riesgos de fallar seguirán siempre presentes, incluso cuando la técnica ya haya sido dominada. También aprendes a reconocer tus límites: es posible que nunca seas capaz de correr en un rally, es posible que nunca disfrutes de manejar con neblina o que toda la vida odies el tráfico de la Avenida Javier Prado. Cuando aprendes a manejar, reconoces tus malas manías, reconoces que prefieres hacerlo con música. Reconoces que todo esto no te pasa solo a ti, sino que hay mucha gente con tus mismas inseguridades y problemas; los aceptas y te aceptas a ti también. Poco a poco aprendes los caminos que necesitas para la vida cotidiana y salir en carro se va convirtiendo en una parte natural de tus días. Con el tiempo puedes incluso ser útil contando tus experiencias a algún amigo y compartiendo los trucos que te hicieron perder el temor de los primeros momentos. Llega un punto en el que lo que antes asustaba, se empieza a dejar atrás. −Pero el peligro siempre existe. −Cierto. Aun cuando ya has aprendido, sigues sabiendo en el fondo, que un día la naturaleza puede hacerte volcar, que puede aparecer en tu camino un coche sin frenos que te reviente, que puedes tener un despiste que te quite la vida, pero ya no te la pasas pensando en esos peligros porque has reducido al mínimo las posibilidades de que se den. Cuando lo has logrado, puedes seguir adelante incluso después de tener un accidente. Conduces con fe, con seguridad. −Te sigo. −Ya no eres tú quien lleva el carro, el carro te lleva a ti. Estás más seguro de tus capacidades y poco a poco el miedo se va. –Se levantó del sillón con un gesto grave−Pero necesitas recorrer muchos kilómetros de práctica para conseguirlo. −¿Qué tiene que ver todo esto con mis sensaciones físicas? Alejandro se asomó al aparador en búsqueda de un nuevo lapicero. −El hipocondrismo normalmente esconde un profundo miedo que se ha venido cociendo desde hacía mucho. –se volvió a sentar. Noté que su cuerpo era bastante grande y su cabeza, en proporción, algo pequeña. A pesar de todo, su cara era agradable y pensé que en su juventud, debió ser atractivo. Bueno, juventud, en ese entonces no creo que llegara a los cuarenta. −Volviendo a lo de adivinar. ¿Tienes? −25. –Vi que tomó nuevamente la libreta roja y apuntó "25 a" −A tu edad, deberías tener suficiente capacidad para predecir el futuro. Me reí. −No te rías, es verdad. −Así que voy con retraso. −Ya deberías poder observar y predecir casi con total seguridad qué va a pasar después. Ejemplo. Puedes conocer a un hombre y al poco tiempo saber si está realmente interesado en ti. Puedes entrar a un nuevo trabajo y al mes, saber si tu jefe es una persona de confianza. Puedes saber que mañana hará frío y por tanto deberás abrigarte. −Puedo equivocarme también. −Sí. Pero cuanta más información tienes, es menos probable que falles. Me levanté de pronto y caminé hacia el aparador. Me puse en cuclillas y saqué del cajón un paquete pequeño de caramelos de sabores variados. −No sé si me interesa adivinar a Dios. −Sí te interesa. ¿Qué probabilidades existen de que salgas de aquí, camines hacia la avenida y te cruces con un elefante? −Pocas, supongo. −¿Pocas? Nulas. Por lo tanto, eso no va pasarte. −Pero podría. −¿Qué posibilidades hay de que mueras por tomar un café? Me quedé callada y empecé a llorar sin venir a cuento. −Coge uno. –Señaló frente a mí, sobre la mesa de centro, una caja casi nueva llena de pañuelos de papel−. Cuando decidas revertir tu miedo irracional usando ideas más sensatas, dejarás de tener esas sensaciones, porque te recuerdo que no son nada más que sensaciones. Estás excesivamente pendiente de tu cuerpo porque has dejado de confiar en tu capacidad de adivinación. No tienes instinto y ahora, en cambio, eres capaz de sentir cosas, que por supuesto son reales, pero que no necesitas sentir. −Dijiste que sólo eran sensaciones. −Son sensaciones reales. Es cierto que corre sangre por tu cuerpo. Con el esfuerzo adecuado, yo también podría llegar a sentirla correr. La mente es maravillosa, pero si la usas mal, todo se convierte en peligro. ¿Por dónde iba? Sí. Para adivinar a Dios sólo necesitas tener la información clave en cada momento. Podrás superar tu temor a enfermar y morir cuando sepas que estás sana. −Lo lamento, Alejandro, no creo en nada de lo que estás diciendo y estoy empezando a marearme. −Ese será el primer paso: creer. Y aumentarás tus posibilidades de sanar si vienes la próxima semana. –Me acerqué al sillón donde había tirado mi bolso, saqué un billete de cien y lo dejé en la mesa de centro. –¿Puedes el próximo jueves? −Si sigo viva, sí. −Déjame darte una tarjeta. −Y por cierto, no soy hipocondríaca. No es mi culpa que los médicos sean unos ineptos o que la medicina aún no haya avanzado lo suficiente para entender qué me pasa. −Puedes llamarme en cualquier momento, intentaré contestarte lo más pronto posible. Si no contesto, es que estoy con paciente, pero luego te devolveré la llamada. Tampoco tienes que irte todavía, la hora no ha acabado. −De acuerdo, pero pienso que no puedes ayudarme−Me levanté rápido y de camino a la puerta, leí la tarjeta. Me giré para decirle que tenía un apellido muy adecuado para su trabajo. Luego nos dimos la mano y le agradecí el café. Bajé por el ascensor y salí a la calle. El portero no estaba más en la recepción del edificio. Caminé hacia la avenida y al llegar a ella recordé que hacía un par de años, varios animales salvajes habían escapado del circo de los Hermanos Fuentes Gasca y se habían dado un paseo de horas por la ciudad hasta que las autoridades lograron capturarlos. El cielo temeroso de Lima empezó a garuar. Me cerré el abrigo y esperé un taxi.
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El sábado 11 de enero del 2010 me desperté tarde, sofocada por el sol que caía directo y castigador sobre mi cabeza llena de viernes noche. Por ese entonces mi vida era bastante caótica pero falta de profundidad, así que, en un intento por obtener espacio libre en la memoria, lo borré casi todo.
Sé que trabajaba en una agencia de publicidad porque así lo indica mi curriculum; sé que eran jornadas que se alargaban hasta pasada la medianoche porque luego usaba la excusa del cansancio extremo para obtener favores especiales de mis jefes; sé que salía con amigos a beber cerveza cada vez que los anti-histamínicos me lo permitían porque eso es algo que nunca dejé de hacer y también sé que estaba intentando ahorrar dinero para largarme a vivir sola porque durante todos los años que viví en casa de mis padres, estuve siempre pensando en huir. Recuerdo que en esa época visitaba una vez por semana a un psicólogo rarísimo llamado Igor, a quien jamás le creí una sola palabra y cuyas citas, muchas veces gratuitas, mantuve en secreto durante todos estos años. Invita la casa, decía cuando me preparaba a sacar la cartera. Una vez le pregunté por qué me invitaba a las sesiones. −¿Sabes cuántos “speechs” tengo preparados para mis pacientes? −Muchos, supongo. −¿Y sabes cuánto me tomó crearlos? −¿Mucho también? −¿Y sabes por qué lo hago? –se sonó la nariz− porque funciona. −Disculpa, no te oí bien. −Porque la gente me cree, Dani. Me escucha y me cree. Y funciona aunque tú no lo creas. −Me alegro mucho, Igor. Lástima no ser uno de ellos. −Tú eres la única que nunca está de acuerdo con lo que digo. −¿Y por eso tengo descuento? −Sí. Tienes suerte. Me gusta discutir. Mi papá, por su parte, trabajaba mucho y permanecía ajeno a todas las estupideces que pasaban por mi cabeza. Su trabajo habitual era mantener viva la empresa del abuelo, ya por entonces enfermo de cáncer. Los sábados y domingos, papá tenía un trabajo extra que nunca supe de dónde salió ni en qué consistía exactamente, pero que le exigía estar fuera de casa desde las 5 de la mañana como un campeón. Una vez me contó que antes de embarcarse en la jornada laboral, se pasaba por donde la señora del puesto de emoliente, Doña Teresa, la de las polleras. A la izquierda de Teresa, se ponía un hombre muy mayor con una gorra verde que decía Nike. Los vi una vez, volviendo de una fiesta. Bajo sus piernas, el viejo tenía una cesta de tamales calientes rellenos de pollo que decía que los preparaba a mano su mujer. Este era el señor Fernando, lo sé porque alguna vez pasó por casa a ofrecer servicios de carpintería, fontanería y todo lo que se tercie “a muy buen precio, señora, a muy buen precio”. Al frente se ponía a vender la señora Edelmira, santera reconocida; ofrecía panes franceses con tortilla de huevos y cebollita china y café americano de la marca Nescafé. Mi mamá, a su manera, también trabajaba los fines de semana. Su primera tarea era hacer lo que ella llamaba “baja policía”. A partir de las diez de la mañana era típico escuchar sus comentarios sobre el desorden y sus consecuencias para la salud mental de las personas. Quejumbrosa, entraba en mi habitación a recoger camisetas, zapatos y bragas del suelo. Paseaba cerca a mí husmeando qué clase de licor había consumido la noche anterior, intentando adivinar si había traído a algún hombre, ¿vomitaste? buscando drogas o restos de algo, quién sabe qué. −Soy una perdida, Patty. No te esfuerces en buscar, ya te lo digo yo. −No busco nada, hijita, pero hay que recoger este chiquero, ¿no crees? −Ahorita me levanto, mamá, no seas pesada. Me revienta la cabeza. −Sarna con gusto no pica. Sus ruegos incansables por mantener un poco cuidada la casa se calmaban al poco rato, rendida a su agridulce pero siempre motivadora realidad. Cocinaba escuchando la emisora “Corazón 102.1” donde ponían música romántica de los años sesenta y setenta. Cuando sonaba “The year of the cat” o “Angie” subía el volumen al máximo y entonaba los coros en un inglés inventado. Mi mamá casi siempre estaba en la cocina o cuidando el jardín o de camino al mercado para comprar algo que le hacía falta para cocinar o cuidar el jardín. Alrededor del mediodía llegó a casa María Luisa, amiga y antigua vecina del barrio. Estacionó el Volvo azul (herencia familiar) en la puerta de casa, ocupando todo el espacio de la cochera. Bajó corriendo del auto y olvidó cerrar con llave. Dio media vuelta y lo cerró dos veces para asegurarse. Llevaba consigo la versión gorda del Comercio, el diario más importante del país. A mí me encantaba visitarla los sábados y domingos por la mañana justamente por eso, porque en su casa siempre compraban el Comercio y en la mía teníamos que conformarnos con el Perú 21, poco riguroso y con menos secciones; además, mi papá lo traía por la tarde, cuando ya se me habían quitado las ganas de enterarme de las miserias del mundo. Vi a Mari por la ventana de la sala con la bolsa gordísima llena de papeles, suplementos y revistas. Supe que me quería mostrar alguna noticia importante o que quizás se había dado cuenta de mi debilidad por el diario y sabiendo que en mi casa no se compraba, esperó a que su viejo, el pequeño señor Noli, lo terminara de leer para traérmelo a casa inundada por un ataque repentino de cariño. −Puta, no sabes qué cague de risa, Dani. −Pasa –le abrí la puerta– ¿Qué es tan cague de risa? ¿Quieres café? –Atravesó el pasillo a carcajada limpia y se metió en mi habitación. −No. ¿Ya llegó tu papá?−Se tiró en la cama y empezó a buscar algo entre las páginas de la revista "Somos". Se le caían las lágrimas y yo ya estaba contagiada. −No, pero debe estar por llegar. Cuéntame pues, carajo. ¿Qué ha pasado? Me tienes en vilo. −Acá. Mira.−Me señaló una página− Búscalo tú misma. En una de las páginas de publirreportajes aparecía una columna de literatura, donde tres críticos literarios ofrecían sus opiniones sobre lo último de Vargas Llosa. Eran tres y el tercero de ellos, mi papá. Yo creo que nunca he reído tanto como cuando vi esa foto en la revista Somos. El crítico literario “José Güich Rodriguez” decía que dicho libro era una reverenda mierda. En la foto que acompañaba la crítica, aparecía su cara, claramente compungida después de una tarde de fútbol con los amigos. Vestía una camiseta del Real Madrid de color azul algo desgastada. Su actitud, por lo menos, era bastante seria... como de crítico, sí señor. −Agarraron la foto ideal –comenté entre risas. Leímos a coro el párrafo con la supuesta opinión de mi señor padre o su hermano gemelo hasta entonces desconocido y caímos al el suelo de la risa. Se nos unió mi mamá. Cuando papá llegó de trabajar, ninguno de los cuatro pudimos parar de reír. −Es que no les he dicho, pero yo soy crítico literario en mis ratos libres− dijo divertido cuando se lo mostramos. −Ya, gordito, pero si tú no tienes ratos libres −dijo Mari− si te la pasas trabajando. −Es mi hobbie, enana, de veras. −¿Y esperas que te creamos que todo este tiempo nos lo ocultaste? −agregué. −Así que doble vida. ¡Que no me entere yo! –mi mamá le dio una nalgada juguetona. −Me pregunto de dónde habrán sacado esta foto mía. −Es de tu Facebook, papá. −Ahhh, es de mi Facebook, verdad, del fútbol. Qué tales huevones estos del Comercio, por eso no les compro ¿ves, Daniela? si son unos cojudos. Mi madre propuso que Mari debía hablar con Julio, su novio, que por ese entonces trabajaba en la redacción del diario, para que pidiera a los encargados del error que hicieran públicas sus disculpas en la editorial de la revista de la próxima semana. Yo propuse demandar a los dueños por suplantación de identidad o cualquier alegación similar y sacarles algo de dinero. Mi papá dijo que él prefería dejar que la gente pensara que era un crítico literario. No armemos alboroto por esta tontería, me dijo. Se acercó a la librería y trajo algunos libros a mi habitación para alargar el chiste: Cogía uno, lo miraba de lejos, de cerca, lo olía, lo tocaba y de pronto decía con voz tranquila: este también es una mierda. Luego tomaba otro, lo abría, ponía la cara de la foto y decía de pronto: ah sí, este también es una mierda. Cuando nos calmamos un poco, empezamos a llamar a familiares y amigos. A todos les decíamos lo mismo: anda ahorita al quiosco, compra el Comercio y mira la página de literatura de la Somos. Las risas se encendían por momentos cuando alguno devolvía la llamada para comentar el suceso. Luego dedicamos la tarde a pensar cómo se les había podido escapar ese error. −Para mí está clarísimo –empecé− esto ha sido culpa de un trabajador apurado y la tarada de su jefa. −Pero, ¿qué pasa? ¿acaso no revisan las cosas que sacan en el Comercio, Mari? -comentó papá. −Hay que decírselo a Julio, esto también es bueno que lo comente con sus superiores −mi madre adoptó un tono trágico. −Sí pues, de todas maneras Julio lo tiene que comentar en el diario –dijo Mari para calmarla. −¿Cómo así dices que pudo pasar, hija? −Es sencillo−expliqué− la ejecutiva entrega al maquetador todos los contenidos que debe colocar en la revista. Pero, ¡oh, sorpresa!, no sé da cuenta de que le falta una foto. El joven desesperado, ya a altas horas de la noche, intenta preguntar a los demás colegas si tienen la foto que faltante. Uno de ellos contesta: ¿José Luis Rodriguez dices que se llama? Y el maquetador, pobre, dice que sí. Yo te lo encuentro ahorita en el Facebook y solucionado, le contesta el amigo. Busca a un tal José Luis Rodriguez, copia la foto y se la pasa al otro. Este otro la retoca, coloca y… −Y así es como hoy tenemos a tu papá en la Somos –cerró Mari. −Exacto. Cortamos la página entera y se la dimos a mamá, porque ella custodia mejor las cosas que nadie sobre la faz de la tierra. La guardó dentro de un cuadernito de apuntes que tenía y lo atrapó con un clip amarillo; luego lo metió todo en su cajón de la mesa de noche. Mari se fue a casa después del café y yo me quedé dormida temprano. Han pasado más de cuatro años. Dejé el psicólogo por puro aburrimiento, dejé la agencia, dejé la casa familiar y hasta dejé a Mari. Y el otro día escribí algo. Una tontería que no me convencía. Y resultó que, tras publicarlo en el blog a regañadientes, mi papá lo leyó. Me mandó un mensaje de Whatsapp al día siguiente para decirme que le había gustado pero que mi final estaba un poco cojo y difícil de entender. Me preocupé porque no sabía que me leía. Le dije que no era lo mejor que había hecho y que quería enviarle algún cuento que me parecía más decente que ese. Me esforcé en editar un texto de hace unos meses y se lo envié por e-mail. Por supuesto que mi padre no es crítico literario pero cuando leyó mi cuento y dijo que le había encantado, sentí una felicidad sin igual. Entendí que las críticas, siempre subjetivas, también tienen la maravillosa capacidad de hacernos sonreír. Los últimos días, los que cierran etapas, tienen un color diferente a los demás. Está el decisivo último día, de color azul intenso, que cuando llega nos pone a la defensiva y nos llena de sensaciones, tantas, que llegamos a perder noción de qué es lo que se termina. Tengo que decir que a mí esos decisivos últimos días me atacan como lagartos desquiciados. El último día de colegio, por poner un ejemplo, me dejaba siempre matada: llegaba a casa a tirarme en la cama, comía en silencio y no tenía ganas ni de desvestirme. A diferencia de lo que mi madre pensaba, no era que me embargara la pena por no volver a estudiar hasta dentro de tres meses; tampoco era nostalgia por los compañeros; era simple tristeza porque algo se acababa, aunque fuera por un tiempo. Es exactamente la misma desolación que se siente al cerrar un libro que no nos dejó indiferentes. (Y a mí la vida, en general, nunca me deja indiferente). Están también los sutiles últimos días, esos que sabes que son últimos pero no tendrían por qué serlo. El día en que dices adiós a alguien, prometiendo volver a verlo, pero sabiendo, bien en el fondo, que eso no pasará. Estos últimos días creo que podrían ser de color amarillo. Un amarillo pálido como la piel de un muerto justo se empieza a poner frío. Existen además los posibles últimos días. Son esos en los que algo claramente se termina, pero no sabes si después volverá a empezar. Como cuando dejas de hacer algo que venías haciendo mucho tiempo y de pronto, lo dejas. ¿Volverás? No lo sabes. Lo bueno de los posibles últimos días es que no causan abatimiento, ni pena, sólo un poco de duda. Yo diría que son verdes, por la tontería del color de la esperanza. Hoy es uno de esos, un posible último día. Hago una reflexión. Me gustaba la onda positiva que me llevaba a pensar que no existen los errores, que todo lo que se decide es siempre beneficioso al final. La verdad es que empiezo a pensar que esa idea es válida como consuelo de muchos, pero no para mí, al menos, ya no. Yo me equivoqué duramente al elegir mi profesión. Me equivoqué, claro, pero llevé bien mi error. Aprendí a apreciar el día a día de mi oficio y me convertí en una buena profesional (o eso dicen). Lo disfruté suavemente durante seis años. Seis cortos o largos años, dependiendo de cómo haya dormido la noche anterior. Encontré un camino que, si bien no estaba lleno de luz, tenía una pequeña lámpara de fuego ardiente que me salvó de la pena tremenda de haber echado a perder tantos años de estudio y trabajo forzosamente forzado durante la época de universidad. El camino que encontré se llenó de oportunidades: conseguí éxitos que no esperaba, conocí gente que no esperaba. Aprendí muchísimo, eso es cierto, pero nunca me sentí completa. Mi vida siempre fue exigente. He trabajado desde que supe lo que era trabajar y me ha encantado hacerlo porque me ha ayudado a conocer mi lado más confiado. También me ha dado la enorme tranquilidad que produce saber que nunca voy a quedarme sin tener qué comer. Sé que siempre voy a tener suficiente porque sé hacer plata: sé vender, sé comprar y hasta sé robar. Ese miedo que algunos tienen a no trabajar, a perder todo y demás temores y ambiciones relacionados con tener, yo los perdí hace mucho. Mi relación con el dinero es tan buena y tan libre, que puedo estar segura de que siempre seremos amigos cercanos. Queridos, hoy 4 de diciembre (creo que) dejo esto. No sé si será esta la última vez que entre a trabajar a una agencia, pero es curiosa la casualidad de que sea hoy el día internacional de la publicidad. No sé si sea verdad que a partir de ahora, voy a vivir únicamente de escribir. No lo sé pero no tengo ningún lamento y eso ya es bastante. Este posible último día será recordado por mí como un día más, un día común, hermoso por indescifrable. El primer libro que leí no me lo mandó ningún profesor. Dicho libro era uno de los muchos que componían una colección de obras completas de autores importantes, cuyos nombres, estampados en dorado y absolutamente desconocidos por mí, llenaban con tipografía cursiva las carátulas de tapa dura. El camino que recorrió esa joya hasta mis manos debió de ser largo: en casa, mi padre había comprado varias cosas a unos familiares que se iban a vivir al extranjero y querían deshacerse de sus pertenencias. Por esos años, ir a vivir fuera del país era una cosa de lo más normal, acabábamos de salir de una hiperinflación de casi tres mil puntos porcentuales y la situación del Perú era incontrolable. Me gustaría contar lo que veían mis ojos, esas calles de Lima atiborradas de basura que nadie recogía y que luego era quemada dejando un olor particular que seguramente recuerde hasta el final de mis días; el terror que creaban los dos grupos extremistas con su herramienta de lucha armada para obtener el poder, las calles amenazadas con coches bomba y balaceras. La fuerza militar, que intentaba deshacer sin éxito los ataques y el miedo creciente que impactaba nuestras miradas sin piedad y llenaba nuestras mentes de recuerdos tristemente inolvidables. En pocas palabras, lo que menos deseaba un peruano para nadie a quien apreciara, era permanecer en el Perú y así, la gente se nos iba en masa, dejando recuerdos de aeropuerto, mezcla de ilusión y tristeza. Por esos años mi tía Doris, dotada de una belleza brutal, había tenido la suerte de conocer a sus veintisiete años a un hombre bueno, a quien además, al poco tiempo de iniciada su relación, destinaron por negocios a Miami. Una que se salva, decían. Las cosas que llenaban esa casa de La Molina donde habían iniciado su historia Doris y Felipe, fueron vendidas a precio de remate y fue así como llegaron a la sala de mi casa, la librería grande con algunos libros y otras cosas menos importantes como el robot automático de mi hermano y unos sillones grises enormes que me encantaban porque cabía entera en ellos, me pusiera como me pusiera. La librería, que es lo que interesa, era de madera buena, aunque no recuerdo de qué tipo (quizás caoba), su color oscuro y rojizo, hacía juego con las recién estrenadas losetas rojas que mi mamá barría y lustraba cada jueves sin falta, hasta verse reflejada en ellas. Eran cuatro las colecciones que llenaban la librería: la enciclopedia universal, de color azul, que ocupaba dos de los huecos del estante. La de literatura universal que era blanca, compuesta por unos treinta libros pequeños de distintos grosores y tapas blandas. Una tercera colección de libros marrones; entre ellos, se encontraban algunos de Einstein o Newton. No abrí ninguno de estos hasta pasados mis veinte. Y la cuarta, la roja, la que más llamaba mi atención, ocupaba tres huecos en la estantería y estaba compuesta por libros de hojas suaves y muy finas, como las de la biblia de los testigos de Jehová que venían a vendernos a su dios con caras amables y faldas largas al menos dos veces por semana o como las del catecismo que acababa de heredar de papá y que era requisito imprescindible para hacer la comunión. Las hojas de los libros rojos tenían los bordes dorados como la biblia. Me gustaba imaginar que lo habían pintado con oro. Las cuatro colecciones, dijo una mañana mamá como quien habla consigo misma, eran todas europeas. No sabía que era “europea” ni tampoco qué carajo significaba la palabra “extranjero”, pero reconozco que me sonaba lejano porque sabía que era ese el lugar al que todos querían ir para no volver. Tampoco sabía que quería decir obra completa ni enciclopedia, pero me gustaban esos libros ahí puestos en medio de nuestra sala poco decorada, regalando un poco de belleza a mi mundo tenebroso que parecía estar siempre a punto de explotar. En Lima a veces la tierra temblaba. Después de cada temblor, recuerdo que me sorprendía gratamente comprobar que los libros nunca se caían. El libro aquel que digo que fue el primero, lo elegí sin saber, a partir de lo que vi una tarde cuando después del trabajo, mi padre llegó a casa con un aire distinto al de otros días. Su serenidad llamó mi atención y decidí perseguirlo. Después de comer, lo vi entrar en la sala y coger un libro de los rojos. Luego se fue a su habitación, la del fondo, la que daba al jardín, se quitó el pantalón y se tumbó en la cama con los pies en la cabecera. Debía ser verano porque la ventana dejaba entrar un viento suave que apuntaba directo hacia su rostro y apuraba su cigarrillo. Me senté a mirarlo desde el otro lado de la cama y creí para siempre que nadie podía dar caladas más largas que él. Había abierto el libro tras el primer tiro y sus ojos sólo salieron del encanto de la lectura tres veces para tirar la ceniza, una ceniza larga, como del tamaño de las uñas de plastilina que me gustaba pegarme en los dedos cuando estaba aburrida. El libro que leía mi padre se llamaba: Obras completas de Fiódor Dostoyevski. Esa misma noche, esperé a los ronquidos y me levanté de la cama haciendo acopio de todo mi valor. Vencí a los fantasmas de mi casa y llegué hasta la sala, atravesando el pasillo y la puerta de la cocina, donde según yo, se echaba a dormir el diablo. Finalmente, ahí estaba la librería. Donde no había libros, había adornos: campanitas de colores y una colección de lámparas de gas para mesilla de noche que mi abuela había dejado de herencia a mamá antes de que emigrara al Canadá, como era de esperarse. Busqué entre los libros rojos el que había cogido papá por la tarde, pero, torpe de mí, no lo había devuelto a su sitio. El miedo a lo oculto en la oscuridad de esa casa grande y tan fácilmente accesible, me hizo coger el primer libro rojo que pude antes de salir corriendo despavorida hacia mi habitación por escuchar un ruido, según yo, demasiado cercano. Dormí abrazada a Oscar Wilde, tapados hasta la coronilla con una sabanita ligera. Al día siguiente, después del colegio, me fui a la sala y a falta de cigarrillos, me puse un sombrero, el único que tenía, azul con una flor rosa en el centro. Me tumbé en ese sillón que nunca supe exactamente de dónde salió y con la cabeza en dirección a la ventana que daba al patio de la entrada de casa, leí las 3 primeras páginas de “El retrato de Dorian Grey”. Leí hoy un post que comentaba cómo en las escuelas de Latinoamérica nos enseñan a odiar la literatura. Me sentí muy identificada con las palabras del autor y en seguida me animé a contar mi humilde experiencia de iniciación a la lectura. Pronto daré mi opinión sobre la enseñanza de letras en Lima, donde estudié toda la primaria y secundaria y donde, como a todos los demás pobres diablos de mi generación, también me hicieron creer que había hecho algo bastante malo para merecer tan tremenda tortura. Todas las personas hablan solas pero son pocas las que se sienten orgullosas de ello. Esto no es ni una crítica ni algo para celebrar, pero no me parece bien que siga siendo motivo de vergüenza. Hoy intentaré normalizar el tema, aportando datos estadísticos muy fiables. Cuando digo hablar solo, me refiero a ese proceso común que casi todos llevamos a cabo con discreción y que nos lleva, por mucho que nos resistamos, a iniciar una conversación recurrente y poco determinante sobre cualquier estupidez que nos interese. La conversación es protagonizada por uno mismo todo el tiempo; ya que incluso cuando se permite la entrada imaginaria de otros personajes, estos pierden parcialmente su personalidad real, para someterse, sin saberlo, a nuestros deseos, ideas y sentimientos más o menos ocultos. Los temas de las conversaciones con uno mismo son variados y casi siempre difieren por completo de aquello que caracteriza la realidad vivida. Se puede estar hablando con Cleopatra sobre la caza de elefantes mientras se barren las pelusas de debajo de la cama, por ejemplo. Como decía, esta actividad se hace en silencio porque está socialmente considerada tabú. No se tienen muchos datos sobre quién lo "prohibió", pero imagino que debió ser el mismo que respondió que no estaba bien subir a los árboles a descansar cuando se le pidió construir escaleras para acceder a ellos con mayor facilidad. Actualmente, si uno habla solo en voz alta puede llegar a asustar a los demás e incluso, enterrar su reputación para siempre. Tampoco se recomienda hacerlo cuando se conoce gente nueva o cuando se inicia una relación amorosa o de trabajo. Hemos llegado tan lejos con este tabú que, podríamos igualarlo con otras prácticas realizadas en público como retirar desechos del cuerpo sin usar papel higiénico, tener sexo en la calle o confesar ser aficionado a lamer pies. Son cosas que simplemente, no están aceptadas y tengo que decir que no me parece; aunque, según qué casos, mantener un respeto psicológico hacia los demás aguantando el deseo de oír nuestros propios pensamientos, nos viene bien. Me explico: una buena parte del contenido de las conversaciones que mantenemos en soledad no interesan a nadie más que a nosotros mismos, no pueden ser comprendidas o están demasiado fuera de lugar, algo que para según quién, puede ser triste, aunque para mí es hermoso porque esas ideas que mantenemos en silencio son el tesoro más delicado de los individuos cuerdos; lo único que se va con nosotros a la tumba, ideas que se diluyen en nuestro propio ser sin manchar a nadie más. Las mentes obsesivas, (un 30% de la gente, punto arriba, punto abajo) protagonizan diálogos mono temáticos; las mentes despistadas (casi el 20% de los observados), crean historias sin final; la gente de orden, conversa por capítulos; los adolescentes, se hablan de amor. Por mi parte, los que contamos las cosas, nos la pasamos eligiendo qué historias son dignas de salir de su anonimato y cuáles deben ser abortadas y figuradamente incendiadas en un profundo pozo lejano al alcance humano. Pero partiendo de que somos todos los que lo hacemos, el hecho en sí, no tiene gran interés, lo que sí que interesa son otras cosas como por ejemplo saber a qué edad dejamos de hacerlo en voz alta o conocer en qué situaciones la gente habla sola. Y por eso, junto con mi amplio equipo de investigación imaginario hemos realizado esta mañana, de camino a la oficina, un trabajo de campo referente al segundo punto, estudio que, adelanto, podría cambiar el rumbo de la historia. Nuestra hipótesis es que, existen un puñado de situaciones en las que se enciende el motor de habladuría solitaria y dependiendo de cuál sea la situación más recurrente de cada persona, se puede definir un perfil. Para muestra un botón, yo hablo sola mientras camino. Lo hago en silencio, pero a veces los que vienen en dirección contraria me pillan haciendo algún gesto. No considero hablar sola en la ducha, porque ahí lo que hago es cantar; en mis ratos muertos tampoco lo hago, divago, sí, adivino enfermedades a las personas que tengo a mi alrededor, pero no hablo sola. En la noche, antes de dormir, cuando el sueño es vencido tampoco hablo sola, sino con el miedo (o con Dios, en su defecto, para decirle que estoy cagada de miedo). Por tanto, el momento que aprovecho para revisar mis temas pendientes es cuando estoy en la calle, quizás en un profundo deseo auto destructivo de ser atropellada por un camión o porque al mover las piernas se me rebotan las neuronas, no lo sé, pero mi sitio de conversación es ese: la calle. Otra gente prefiere los momentos de impaciencia. Como ayer hizo el señor gordo de la sala de espera de la consulta del doctor Rebull. El gordo ya había perdido la vergüenza y se mandó con un diálogo a media voz sobre lo complicado que había sido para él llegar al hospital, subir las escaleras, hablar con la mujer de la recepción que qué cara tenía de parca y ahora estar ahí, esperando al musculado doctor Rebull. Hablaba lento, como para no perderse de nada y su gesto serio y preocupado sumado al tamaño de su cintura, me hacía pensar que debía estar muy enfermo del corazón. Pobre hombre, pensé, debe ser una de sus últimas conversaciones a solas. Cuando salió el Rebull, el hombre se paró de golpe y su diálogo casi-interno se detuvo. Se fue hacia él, en actitud despiadada y empezó a gritarle por hacerle esperar, que si las escaleras, que si la recepcionista, que si el tiempo, mientras sus piernas cortas caminaban directas hacia la puerta del consultorio, casi sin mirar al médico. Así supe que la gente que habla consigo misma cuando está impaciente puede ser peligrosa. También tenemos el perfil de gente que habla sola mientras hace cosas productivas como cocinar o trabajar. Este grupo, formado básicamente por mujeres, se caracteriza por su capacidad multitarea. Suelen ser personas tímidas que gozan de un riquísimo mundo interior de difícil acceso. No conseguí detectar más perfiles porque el camino de mi casa al trabajo dura diez minutos a pie. Finalizo este post comentando que prefiero a la gente que habla sola en silencio, pero debemos aceptar a los que no pueden dejar de mover la lengua cuando se pierden en sus pensamientos. No pasa nada, sabemos que no son víctimas de la locura, sino de un tabú. Esto que nos iguala, nos libera... nadie sabe cómo. |
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April 2018
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